Las cálidas luces de una estufa de leña embellecen las estancias silenciosas de las oscuras tardes de invierno, y las envuelven con sonidos del crujir de la madera, abrigando nuestra mirada inocente que descubre, a cada instante, lo que siempre fuimos, y lo que por siempre seremos, simple conciencia del momento.
M e apasiona sentir todas las estaciones, cada una con sus características tan especiales. La primavera explosiona toda su potencia, el verano culmina de esplendor y risas su belleza, el otoño se prepara para dar retiro a su grandeza.
Pero el invierno me cautiva, a él le otorgo la fuerza vital que facilita la capacidad de introspección que llevamos dentro. Esa mirada potente y sincera que ahonda en los confines de nuestro más adentro, que reconstituye nuestra relación con nosotros mismos, y con el universo, fortalece los lazos que nos unen a la naturaleza de lo que somos, y nos devuelve esa sensación maravillosa de ser universo, lejos de creer que a él pertenecemos.
Las cálidas luces de una estufa de leña embellecen las estancias silenciosas de las oscuras tardes de invierno, y las envuelven con sonidos del crujir de la madera, abrigando nuestra mirada inocente que descubre, a cada instante, lo que siempre fuimos, y lo que por siempre seremos, simple conciencia del momento.
Conciencia desprovista de toda percepción subjetiva de un mundo que, al parecer, se descubre a si mismo desnudo de condición y tormento. El invierno es esto, un camino que se presenta para poder alcanzar el refugio sereno que se mece en su entrañable seno, alejado de tormentas y vientos, y de toda fragilidad que otorga el nacer, existir, y morir en la vida que conocemos.
El invierno trasciende toda particularidad, y todo docto conocimiento, es como un viejo sabio que acompaña a su pupilo en el viaje del auténtico descubrimiento. Su silencio embauca a navegantes incautos, y a aventureros intrépidos, y los une en dulce procesión hacia su verdad más oculta, la que esconde el celador del último entendimiento.
Manel Saltor